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Un viaje al pasado vía Uber

¿Qué sentirías si el chofer de tu Uber es el ex esposo de la mujer que hoy está casada con tu ex esposo?

By Marci Alboher New York Times News Service

Miércoles 15 de noviembre de 2017

El nombre al lado de la diminuta foto de mi conductor de Uber parecía familiar, al igual que el rostro. Si era él, me esperaba un viaje incómodo (o interesante) con el ex marido de la mujer que ahora estaba casada con mi ex esposo.

Estaba parada afuera de un hotel en Silicon Valley al término de un viaje de negocios. Mi reunión había concluido más temprano de lo esperado, así que me dirigía al aeropuerto para tratar de tomar un vuelo más temprano a Nueva York. Como no tenía prisa, había elegido la opción de compartir el viaje.

Tenía dos minutos para decidir si quería cancelar o no, mientras el ícono del automóvil se acercaba.

Conservé la reservación. Sabía que era él.

 

¿Qué somos el uno para el otro? ¿Cómo se les llama a dos personas cuyos ex cónyuges ahora están casados entre sí? Debe existir una palabra en otro idioma, quizá en francés o en italiano. Nuestros matrimonios acabaron hace doce años y varios meses después nuestros exes se mudaron juntos. Su esposa había sido la asistente de mi marido y después se convirtió en su socia. Su trabajo tenía que ver con las inversiones en empresas emergentes en América Latina, por eso viajaban seguido y nosotros, los cónyuges, a veces nos sumábamos.

Cuando estábamos en Nueva York solíamos cenar en la casa de los otros. Conocía a sus hijos. Con el tiempo, se mudaron a la ciudad de Connecticut, donde mi esposo y yo teníamos una casa de fin de semana, lo cual quería decir que nos veíamos más seguido. No le presté mucha atención, aunque mis amistades me dijeron que les parecía raro.

El divorcio me destrozó. Mi esposo y yo nos habíamos conocido poco antes de terminar la universidad y teníamos un amplio círculo de amistades en común. Yo me sentía atraída porque él había crecido en un suburbio elegante, una experiencia distinta a la de mi familia de escasos recursos, de la que fui la primera persona en graduarse de la universidad. Vivimos en Hong Kong, vimos Angkor Wat y la isla de Pascua.

Al principio, nuestras naturalezas opuestas parecían complementarse: mi curiosidad con su necesidad por estar cerca de lo familiar. La gran diferencia, o al menos eso pensábamos, era que yo quería hijos y él no. Y si no los íbamos a tener, yo quería más de todo lo demás: espontaneidad y aventura. Pero él quería sentar cabeza. En un suburbio, ni más ni menos.

 

Comenzamos a apartarnos. Si hubiéramos tenido hijos, habríamos tenido una razón para luchar por el matrimonio. En aquel entonces, decía que la diferencia sobre tener hijos es lo que nos llevó a la ruina, pero sabía que había mucho más. No pudimos pasar el umbral de diez años de casados, cuando la atracción inicial a menudo comienza a convertirse en otros tipos de amor marital. Y ambos habíamos recurrido a otros en busca de apoyo emocional.

El tiempo es realmente lo único que sana una herida como la del divorcio. No puedo recordar el momento en que dejé de pensar en mi ex todos los días, pero, mientras mi conductor de Uber se abría paso entre el tránsito hacia donde yo estaba, me di cuenta que habían pasado siglos desde que todo ese desastre era lo que regía mi vida. Puedo recordar el rostro de mi marido, pero no su olor ni su voz. No recuerdo cómo se sentía despertar al lado de su cuerpo.

En los últimos doce años, apenas había pensado en el tipo cuya cara estaba ahora en mi teléfono. Me había enviado un correo electrónico después de la separación, en busca de conmiseración o quizá ayuda en su caso para el divorcio. Estaba demasiado consumida por mi propio dolor para responder.

Cuando se apareció su auto, a través del parabrisas ya se notaba una enorme sonrisa familiar. Saltó del vehículo y dijo: “¡Presentía que eras tú!”.

 

Tras un largo abrazo, nos metimos al auto; me senté en el lugar del copiloto en lugar de hacerlo en los asientos traseros. Era extrañamente cómodo sentarme junto a él. Canceló el viaje compartido con el otro pasajero y fuimos a una cafetería, donde estuvimos conversando casi dos horas.

Sacamos nuestros teléfonos celulares para mostrarnos fotos. Bodas. Casas. Viajes. En su caso, una nueva esposa y una manada de hijastros. Un nuevo marido y un bulldog francés para mí. Vidas felices y plenas. O al menos eso era lo que sugerían las fotos.

Me hizo pensar en lo que las fotos de nuestros antiguos matrimonios habrían sugerido de nuestras vidas. ¿Nos sentíamos tan satisfechos como ambos parecíamos estar ahora? ¿Los demás habrían podido ver algo que comenzaba a hacerse pedazos detrás de esas sonrisas?

De ahí pasamos a un tema que alguna vez fue demasiado doloroso para ambos, aunque no puedo recordar quién lo sacó a colación primero: ¿nuestros exes se habían involucrado físicamente antes de nuestras separaciones? Él no lo sabía y yo tampoco, aunque no pensábamos que hubiera sido así, al menos no “técnicamente”.

Aunque lo más sorprendente fue que ya no nos importaba. A ninguno de los dos. Esa pregunta que alguna vez nos hacía hervir la sangre ahora había perdido su fuerza. Pero fue hasta que lo vi y hablamos de ello que me di cuenta.

De inmediato cambiamos de tema. Conocía a mi madre y a mi mejor amiga y quería saber cómo estaban. Me sentía emocionada de escuchar que sus hijos ahora eran prometedores jóvenes adultos, detalles que habría podido obtener a través de mi ex si es que alguna vez hubiera pensado en preguntarle en los correos electrónicos que intercambiábamos de cuando en cuando. Esos niños me recordarían como la ex esposa de su padrastro.

“Ha sido un padrastro sobresaliente”, dijo mi conductor de Uber.

Supuse que así era, aunque me causó un profundo dolor que no hubiera querido tener hijos en nuestro matrimonio.

“Estaban hechos el uno para el otro”, dijimos casi al unísono, antes de enumerar las rarezas que los habían hecho compatibles y de aceptar que todos estábamos mejor con nuestras nuevas parejas.

Uber me había ayudado a resolver mis sentimientos por los hombres más importantes en mi vida.

Llevaba doce años con mi nuevo amor, casi el mismo tiempo que había estado con mi ex. Hace dos años viajamos a Italia. Mientras empacábamos, no pude evitar recordar otro viaje a Italia en mi vida anterior, para el décimo aniversario, que había marcado el principio del final. Nuestra primera noche en Positano, trastabillé y caí en las calles empedradas y supe que me había roto algo.

Un médico local confirmó el diagnóstico y me dio un trago de algo con alcohol. Al siguiente día volamos a casa, acortando nuestro viaje. El matrimonio nunca fue igual. Ese pie nunca se sintió igual tampoco. No fue sino hasta hace poco que sentí que mis dedos de los pies ya no se sentían adormecidos.

Cuando conocí al hombre que ahora es mi marido, yo tenía 39 y él 46; nuestra ventana para tener hijos estaba a punto de cerrarse. Sabía que él no quería hijos y, sin embargo, no quise alejarme. Comencé a admitir que quizá había una razón por la que elegía hombres a los que les daba miedo la paternidad. Era fácil dejarle la decisión a alguien más.

Todavía lamento esa pérdida, pero me siento cada vez más en paz con la decisión. En lugar de tener relaciones muy profundas pero con muy pocas personas clave, tengo una colección en constante expansión de gente en mi vida: familia extendida, amigos más jóvenes, mentores de todas las edades. Tengo un trabajo gratificante, hago voluntariado y me da tiempo para leer, viajar y aprender. Nada de esto aparece en las fotos, pero verlas me lo recordó.

Mi conductor de Uber, cuyo vínculo conmigo todavía está en busca de un nombre —¿tal vez “el ex de antes de mi ex”?— quería asegurarse de que no perdiera mi vuelo. Así que regresamos al auto y nos dirigimos al aeropuerto, donde me abrazó nuevamente y me prometió que seguiríamos en contacto.

De inmediato llamé a mi marido. Rara vez hablamos cuando viajo; preferimos los mensajes de texto y los correos electrónicos. Cuando llego a casa, hay flores y alguna sorpresa cerca del correo. Si tomo un vuelo de esos que salen muy tarde y llegan muy temprano, me meto a la cama con el hombre y el perrito a los que he tenido oportunidad de extrañar.

Esta vez no pude aguantarme. “¡No vas a creer quién fue mi chofer de Uber!”, dije. Y luego le conté toda la historia. Hablamos durante tanto tiempo que casi pierdo el vuelo.

Mi marido estaba embelesado, quería saber cada detalle, aunque me vería en unas horas. Yo estaba contenta porque, desde hace años, él no había querido saber de mi primer matrimonio y deliberadamente evitaba el tema. Sin embargo, esto también había cambiado en su caso, ahora que parecía algo tan lejano.

“Eso pudo haber sido una escena de una película”, dijo.

Pero en la versión de la película, yo habría tenido algo que ver con “su ex de antes de mi ex”. En la vida real, encontré la forma de cerrar aquella historia con la fuente menos esperada. Me di cuenta de que los vínculos a la distancia, así como el paso del tiempo, pueden ayudarte a reflexionar y son un recordatorio de que los matrimonios pueden deshacerse en un instante. ¿Cómo podía asegurarme de que esta nueva vida no se rompería como mi otra vida lo había hecho?

Meses después, en protesta por las prácticas comerciales de Uber, borré la aplicación, pero con una punzada de arrepentimiento. Extrañamente, Uber me había ayudado a resolver mis sentimientos por los hombres más importantes en mi vida y a llevar mi relación actual a un lugar más honesto. ¿Quién se hubiera imaginado que habría una aplicación para eso?

Marci Alboher es escritora en la ciudad de Nueva York y vicepresidenta de una organización sin fines de lucro estadounidense.