Era un día especial. Tenía una reunión con una constructora y fue un contingente a revisar una estructura que estábamos haciendo para Metro. Yo estaba conversando con otro proveedor. Ahí aparecen unos tipos desde dentro del galpón y se abalanzan. Yo dije: “Nos van a asaltar, quédate tranquilo, que se roben lo que tengan que robar”.
Empiezan a gritar: “¡¡¡Él, él, él!!!”. Se me acercan dos con pistola en mano. Uno me agarra por el costado y otro del cuello. Me pone una pistola en la cabeza. Al resto lo hacen tirar al piso. Me empiezan a llevar hacia un auto que tenían ellos y me dicen que corra. Antes de subirme titubeo y uno me pega con la pistola en la cabeza muy fuerte.
En el auto iba todo doblado y uno me tenía la cabeza en el piso con una parca encima. Pensé que me iban a llevar a los cajeros. Estaba asustado, el corazón a mil.
El auto se fue muy, muy rápido. "Lo tenemos", decían. Era como una victoria que me hubieran tomado. Después me enteré que era el tercer intento. Estaban celebrando que por fin me habían agarrado y que iban a ganar mucho dinero con esto.
Se burlaban harto, me decían: "Nos vamos a comprar una ropita con tus tarjetas, así que muchas gracias. Te vamos a llevar a la selva y te vamos a sacar todo el dinero”.
Me sacaron la billetera, todas las cosas que andaba trayendo. Uno de los tipos me saca el reloj, estos Garmin que tienen GPS. Entonces le dan la instrucción: "Ese reloj tiene GPS, rómpelo y bótalo". Yo sentí cuando lo tiró por la ventana. Después le dicen: "El teléfono también, rómpelo y bótalo". Me di cuenta después de que botó probablemente su teléfono. Se quiso quedar con mi teléfono.
En el trayecto fui tratando de entender dónde iba el auto. Llegamos a un peaje y fueron muy amables con la niña que los atendió. Se pusieron a hablar por teléfono con alguien que les daba instrucciones y algo pasó, porque el auto se dio un giro. Ahí me perdí, no supe ya por dónde iba.
Llegamos a un punto y me cambiaron de auto. Hablaban con alguien por teléfono: “El helicóptero cambió de posición”, reportaron. Me ponen una capucha, cuando miro el piso alcanzó a ver el color del otro auto, un sedán blanco, y ahí me suben. Me voy atrás con dos personas. Ellos no hablaron en todo el camino. Ahí es donde yo más me asusté, porque en un minuto algo pregunté y me dijeron “cállate” y me enterraron la pistola en las costillas. Era otro tono: ellos no iban riéndose, no iban jugando, no iban jactándose de que me habían quitado algo.
“Vai’ a tener que llorar en el video”
Nos bajamos, yo con una capucha, pero me la quitan en un momento porque había gente. No recuerdo exactamente lo que me dicen, pero fue algo como: “Anda tranquilo, somos todos amigos”. Después la capucha de nuevo. Pasamos por un río que no era tan profundo, cruzamos una calle y entramos a una casa. Doblamos a la derecha, caminamos unos 20 pasos y después de nuevo a la derecha. Ahí cierran la puerta. Me sacan la capucha, me amarran los tobillos y las muñecas.
Ese día fue muy duro para mí porque lo primero que me piden es el número de teléfono de mi señora. Yo le dije: “¿Sabes qué? Se quedaron con mi teléfono y no me sé el número de mi señora”. Se enojaron muchísimo, no me creían. No sé si decir la palabra “tortura”, pero estar amarrado, súper vulnerable, ellos te ponen la pistola en la cabeza cada tres minutos, especialmente en un ojo. De hecho salí con una infección en el ojo. Me pusieron un polerón en la cabeza que al final tú no sabes si te lo van a sacar.
Hubo una instrucción que fue muy dura, en donde alguien dice por teléfono: “Llévalo afuera, entiérralo, déjale la cabeza afuera y si no habla en media hora le entierran la cabeza y se van”.
No tenía manera de acordarme del número de mi señora. Trataba de pensar, no sé, en números. Trataba de asociar números. Pero entre los nervios, el susto y todo, no tenía por dónde.
Se metieron a todas las cuentas. En un teléfono yo tuve que poner la clave. No podía no darle las claves si me tenían la pistola en la cabeza. Me llegaron cachuchazos, porque no tenía lentes y el teléfono era tan chico que la clave la ponía mal. Me equivocaba entre los nervios y todo. Logré ponerla y al final ellos veían los saldos, pero yo les decía: “Yo no puedo sacar esa plata”. No andaba con los digipass. Cuando yo les decía esas cosas se enojaban mucho.
Después de muchas horas me llegó una iluminación y me acordé que en la página web de la empresa habían unos números telefónicos y que en esos números probablemente estaba el mío o el de mi señora. Les pedí a ellos internet para poder buscar el número. Me dijeron que no. Pero pasaron las horas y me pusieron en un teléfono una llamada donde había cuatro personas. Una me habla:
—¿Para qué quieres internet?
—Lo que pasa es que en la página web parece que está el teléfono de mi señora y necesito para poder meterme.
—¿Cuál es la página web? —me dice.
—www.(...)
—Ya, ¿el teléfono termina en (...)?
—Sí.
Siempre me voy a acordar de eso. La verdad es que no tenía idea, pero le dije que sí. Y gracias a Dios sí, ese era el número de mi señora.
Había momentos súper complicados porque me hacían hacer videos. Ellos recibían instrucciones de fuera. “Vai’ a tener que llorar en el video”. Y yo les decía: “Ya, ok, voy a hacer mi mejor esfuerzo”. Yo estaba entre bloqueado y un poco drogado porque ellos también fumaban mucha marihuana. Consumían cocaína y tusi, de hecho estuvieron las 40 horas despiertos conmigo.
Entre ellos hablaban cosas súper triviales: de mujeres, carrete, droga, de cuánto van a ganar. Uno habló con una mujer y me mostró con la cámara. La mujer hizo comentarios sobre mí: “Es bien feo el marrano que tienen ahí”. Y seguían conversando. Para ellos era súper… no sé, es como cuando tú haces tu pega de periodismo, ellos están haciendo su pega de secuestro.
En algún minuto les pregunté si me iban a matar y ellos me decían que les daba lo mismo, porque a la policía no le tienen miedo, ni un respeto. Uno por teléfono, en una videollamada, está ahí con varias personas más, y están todos con fusiles de guerra. Y él me dice: “Estos somos nosotros, nosotros somos más fuertes que tu Estado”.
Después me llama mi señora por una videollamada. Me cuenta que está enterada de lo que está pasando, que me trate de quedar tranquilo porque ella está gestionando lo que puede para solucionar el problema en el que estábamos metidos. Yo pensaba en ella, que lo estaba pasando muy mal, y pensaba en mis niños. Me acordé de Dios, porque no me había acordado. Empecé a pedir que me echaran una mano, que me ayudaran. Tenía mucha pena y estrés por lo que estaba pasando, porque sentía que se iban a quedar los niños sin papá.
Siguieron transcurriendo las horas y ahí de repente él me decía:
—Oye, esto va mal porque tu señora no está cooperando.
—¿Qué significa eso? —le decía.
—Que me van a llamar y me van a decir que te pegue un balazo.
—¿Y tú lo vas a hacer?
—Sí, porque es mi trabajo —me decía— yo no tengo nada en contra tuyo, no te tengo ni buena ni mala. No te conozco, pero si el jefe llama y me dice que tengo que matarte, te mato y sería.
La vida humana no tiene mucha importancia para ellos. Les da igual. Ahí es donde tú más te asustas.
Yo les explicaba que en Chile nadie tiene 200 millones de pesos debajo del colchón y, aunque los tuviera, en el banco no es llegar y sacarlos. Me decían:
—Vende uno de tus autos, un camión, el material de acero que tienes en tu empresa. Vende todo lo que tengas.
—Para vender tengo que facturar, alguien me lo tiene que comprar, me lo tienen que pagar. Eso puede tardar semanas —les decía yo.
—Bueno, semanas te vas a quedar acá.
“Quiero volver a mi país”
Uno me contó que alguien me vendió: “Alguien nos dio tu nombre, es alguien que te conoce muy bien, de tu círculo. Y él también gana con esto”. Me imagino que es parte de ellos. Me explican que ellos funcionan de esa manera, que tienen gente que les entrega la persona. En algún momento me preguntan a mí si yo deseo entregarles a alguna persona. Y yo le dije: “No sabría quién decirte, porque nadie tiene las cantidades de dinero que están hablando”.
Una hora antes de que me liberaran, se van a la habitación del lado y me dejan solo con la luz apagada. Hablan por teléfono con alguien, entran a la habitación y me devuelven las zapatillas. Me ponen un gorro y me ponen arriba una capucha negra. Me subo al auto y van muy rápido. Estuvimos 5 ó 7 minutos en el auto y me dicen: “Bájate, te van a venir a buscar”. Me bajo, estaba lloviendo. Empecé a dar gracias a Dios.
Empiezo a caminar por la carretera. Había un canal de agua por el costado y dije: “Si veo que el auto se devuelve, me tiro el canal para que no me vean”. No lograba entender para dónde caminar. De repente pasó un bus que decía Rancagua y empecé a caminar en dirección de ese bus. Pasa no sé, media hora, y pasa un auto. Yo me escondo en unos matorrales y el auto frena. Era (mi señora) que iba con un carabinero en el auto. Me saluda, pero me dicen que no me pueden tocar porque tienen que hacerme un peritaje. Es una descarga de adrenalina que estuvo contenida mucho rato, una emoción rara que no tiene palabras.
Llegamos al Hospital de Rancagua y yo no entendía nada. Estaba toda la prensa. Es como cuando uno ve las películas o ve la tele, hay un periodista que está en la ventana y me empieza a decir: “Rudy, ¿cómo estás? ¿Te sientes bien? Por favor, bájanos el vidrio”. El carabinero me decía: “No haga nada, tápese la cara y seguimos derecho”.
Entré a una sala donde había una doctora. Me revisan, me hacen examen de sangre, todo lo que tiene que ver con el chequeo médico. Fui a la Fiscalía y ahí me recibió el fiscal. Me dijo: “Mejor ándate a la casa, relájate y conversamos más tarde”.
En el camino mi señora me dice lo que habían hablado con los más chiquititos, que había habido un robo en la empresa. Llegué a la casa y los niños me dijeron: “Hola papá, ¿cómo estás? Oye, ¿pillaron a los ladrones? ¡Qué bueno!”. Estaban felices de que haya llegado el papá, que estaba todo bien.
Me fui a la ducha y estuve como una hora. Me limpié un poco de todo lo que estaba pasando, de todo lo malo y empecé a dar gracias.
Ahí empieza la segunda etapa, que tampoco vimos venir. Al rato después empezaron a llamar a (mi señora) para cobrar más plata. Llamaban cada dos o tres horas. En la mañana nos levantábamos y teníamos un mensaje: “Buenos días familia, ¿cómo estamos hoy? Acuérdense que tienen que pagar”.
Un día fuimos a un Portal en Rancagua a ver unos lentes. Estábamos en la óptica y uno de los carabineros –andábamos obviamente escoltados– me dice:
—Don Rudy ¿sabe qué? Nos tenemos que ir al tiro.
—Pero ¿y los lentes? —le dije.
—No, nos tenemos que ir al tiro.
Por algo me lo estaba diciendo. Había dos o tres venezolanos que se estaban haciendo señas en el Portal y nos habían apuntado. Uno de los policías se dio cuenta y tomó la decisión de que nos retiráramos de inmediato. Supe que una de las personas que estaba ahí vivía en el mismo edificio de donde estos gallos se habían organizado.
La extorsión seguía y seguía. No paraba. Tranquilidad cero. A los niños no los dejaba salir ni al patio, hasta eso me asustaba. No sabíamos qué hacer. Sabíamos que nos teníamos que ir de la casa. De hecho cuando ellos nos llamaban durante esos días, que hablaban 100% con (mi señora), conmigo no hablaban, le decían:
—No han salido ni un día de la casa ¿por qué? Si no les vamos a hacer nada, tienen que pagar no más.
¿Cómo sabían ellos que no salíamos? ¿Están afuera del condominio? ¿Están dentro? ¿Es alguien del condominio? No sabemos. Con toda esa incertidumbre, la primera decisión es: “Nos tenemos que ir”.
Es la Fiscalía la que nos dice que lo más seguro es buscar un plan donde salgamos de Chile. Empezamos a mirar opciones. Estamos en un país que a lo mejor es igual o más bonito que Chile, pero yo no estoy tan feliz. Cuando llegamos acá también llegamos con mentiras, con que veníamos de vacaciones.
Para nosotros el caso no está cerrado, porque está el miedo de volver, entendiendo que no sabemos quién nos vendió. Ellos tenían información muy privada mía. Con ese escenario es súper difícil pensar en una vuelta tranquila. Yo igual voy a Chile y ando asustado, a pesar de que ando con Carabineros. Tengo esa sensación de que me pueden agarrar en cualquier esquina.
Mi señora, a pesar de que ella es muy fuerte, cuando estuvimos en Chile le dio una crisis de pánico. Yo estaba asustadísimo porque le duró más de dos horas. ¿Por qué le tiene que pasar esto?
Tengo rabia, decepción, pena. Tengo de todo un poco, porque al final es mi país y yo quiero volver a mi país. Nosotros lo perdimos todo. Perdimos la tranquilidad, perdimos la paz, perdimos el contacto con los seres queridos, con los seres cercanos. Al final te das cuenta de que eso es la vida.
