No fue fácil estar lejos de casa durante esos 120 minutos, pero les bastó una pantalla para estar cerca de los 11 que buscaban la inmortalidad en la final de Brasil 2014.
El gol anulado a Gonzalo Higuaín, el travesaño que salvó a Romero, cuando terminaba el primer tiempo, eran tan esperanzadores como inquietantes.
Los nervios no daban tregua y los pocos argentinos que quedan frente al televisor no podían creer lo que se les venía: se quedaban sin copa y sin gloria.
Con la cabeza en alto y dignidad se despidieron de la Copa, esa que ya abrazaron en 1978 y 1986. La misma que le arrebató Alemania en 1990 y que 24 años después, parecía un perverso dejavú.